domingo, 28 de abril de 2013

De como conocí a Abenthy (Parte 3)


(Música del relato: http://www.youtube.com/watch?v=04yq13nNaXw)


“La verdadera maestría de las Artes es saber cuándo no utilizarlas.” 
- Archimago Valven Fireseal


Abrí los ojos lentamente, iluminado incómodamente por la luz de la lámpara mágica de la
habitación en la que estaba durmiendo hasta que oí los pasos de alguien entrar a mi habitación.
Eran pasos tranquilos, pero sonoros, propios de alguien que quería que se supiera de su presencia.
Me incorporé con delicadeza de la cama, y observé a quién tenía delante mía. Para mi sonrojo, era
una mujer, una adolescente como yo: tenía la tez oscura, los cabellos recogidos prácticamente en
un moño que dejaba ver su delgado cuello de cisne. Vestía unas sencillas y nada aparatosas togas
rosas (para dolor de mis cuencas oculares), que no ensalzaban ni sus virtudes femeninas ni sus ojos
castaños, como su pelo. Me miró de arriba a abajo, arrugó la nariz con desprecio y me dijo:

- El maestro Abenthy quiere hablar con usted, maese Selwyn. Le hemos dejado ropa en el armario
y un balde lleno de agua. - la humana sonrió repelentemente, mientras yo la miraba desde la cama,
apoyado con los codos en el mullido cojín que me había regalado sueños. Hablaba con una voz
parecida a la del elfo, pero con un indudable acento de Dalaran.

- Lo primero, niña. ¿Dónde estoy? - tras el desafortunado dónde, apareció una nota menor en mis
cuerdas vocales que provocó un gallo, lo que provocó que la humana se echara a reír en mi cara.
Éramos más o menos de la misma edad, y obviamente, yo sería más inteligente, mas no se me
ocurrió otra cosa que decir que - ¿Tú no tienes gallos, o qué?

- Lo cierto es que no, repelente alteraquiense. Será mejor que vayas a lavarte y te presentes ante el
maestro Abenthy. Vestido adecuadamente. Hemos tenido que quemar... - en esa ligera pausa, sentí
ganas de saltar sobre ella. - tus harapos. ¿Todos los alteraquienses vestís así?

Respiré aliviado, ya que no habían tocado mi libro, que reposaba tranquilamente sobre la mesita de
noche de la habitación.

- No, ¿pero dónde está tu maestro? Ese Abenthy - pregunté, exaltado con la niña, que se creía con
derecho a tutearme y a tratarme con condescendencia. Nunca he soportado a esa gente. Quizás por
eso no me suela soportar en ocasiones.

- El maestro Abenthy está en la Ciudadela Violeta, niño. - la adolescente se marchó, con el cuello
bien alto y la nariz arrugada. Para mí mismo, me dije que posiblemente tendría antepasados
quel'dorei. Y más tratándose de una dalaraniense como ella; apuesto a que tenía las orejas
puntiagudas.

Sin más dilación, me puse en pie y me dirigí a la bañera repleta de agua, en la que lavé mi cuerpo
y me aburrí soberanamente. Una vez me sequé con las toallas violetas, me vestí con la ropa que
me habían prestado, llevando una toga más larga que yo, caminando incómodo usando una prenda
de ropa interior que no era mía. Salí en silencio de mis aposentos, bajé las escaleras, no sin antes
pisarle la cola a un gato sin “pretenderlo”, ganándome la iracunda mirada de la camarera, que era
una muchacha pelirroja de unos veinte años.

No sé que clase de magia hay en gran parte de las tabernas del mundo, pero las camareras de éstas
disponen de un amplio arsenal femenino y unos cabellos rojos. Siempre me han fascinado las
mujeres pelirrojas, así que me acerqué a ella y le pedí algo de beber. En aquella ocasión, fue la
primera vez que bebí coñac fuerte. Tras pagar la consumición con mi poco dinero, me dirigí con
pasos tambaleantes hasta la Ciudadela Violeta, pero con parsimonia, pompa y porte; portando la
esbelta varita de mi padre colgada al cinto.

Cuándo caminé lentamente por las escalinatas de la estructura, me topé con un aprendiz de
mago castaño, con entrecejo poblado y cara de despistado, vestido de rosa, con pintas de ir
bastante atareado, sujetando unos libros que pesaban posiblemente más que él. Decidí mostrarme
magnánimo y ayudarlo con el peso de tales joyas, pero este, apurado, trató de negarse como
buenamente pudo. Ya sabéis, la típica negación de aquel que la necesita pero no la acepta por su
orgullo; así que no insistí.

Me perdí varias veces por la Ciudadela, hasta que un muchacho de aspecto serio y circunspecto
me guío por la mayor sede de saber de Azeroth. Abrimos varias puertas de las que nos topamos:
en la primera, nos encontramos con dos gnomas femeninas, una vestida con una falda corta y unas
medias negras y la otra vestida con unas togas blancas y con un moño recogido que enmarcaba
su gigantesca barbilla. No diré que estaban haciendo, pero huimos. En la siguiente puerta,
interrumpimos una magistral clase, dirigida a un público adulto y protagonizada por un gnomo. Y
a la tercera, fue la vencida: hallamos a un hombre viejo con una amplia calva y una barba corta,
vestido con unas togas grises y con un collar en forma de piedra, que alzó la mano y saludó:

- ¡Ah, Adalberth, saludos! Gracias por traerlo, Ethel, puedes marcharte. - el viejo lo echó con la
mano, en un gesto amable, pero imperativo. Tras marcharse Ethel, el viejo me sonrió ampliamente y
me dijo:

- Bienvenido a casa, Adalberth.




Escrito por Adalberth Selwyn