Era
agradable estar de nuevo en casa, disfrutando de la compañía de mi
hija, viéndola crecer más rápido de lo que habría querido en esa
tranquila casa en el Bosque de Elwynn. Aproveché todo el tiempo que
pude para entrenarla en la lucha cuerpo a cuerpo, desde pequeña ya
estaba con su espada de madera atacando a enemigos imaginarios, y
demostró estar hecha para ello. No puedo olvidar el gran interés
que prestaba cuando estaba enseñándola todo sobre la Luz, lo
cual le fue fácil de dominar, en esto sin ninguna duda había salido
a Beatrice, algo que no dudaba en mostrárselo en cada una de sus
visitas, esos eran los mejores días.
Lo
que era imposible de olvidar es el motivo por el que acabé en esa
situación, retirado sin seguir ayudando a la orden. No había día y
noche en el que no fuese acosado una y otra vez por esas voces y la
visión de ese Dios Antiguo, el que tuviese esa visión es algo que
me recarcomía día tras día, y si no fuese por Ireli habría
acabado totalmente loco.
Cierto
día llegó una carta de Beatrice pidiéndome que llevase a Ireli a
la Casa Doe en Forjaz, era el momento de que siguiese su propio
momento, podíamos haber ido directamente con el tren subterráneo,
pero prefería darla un mejor recuerdo del viaje. Me reí al ver la
cara que puso cuando alzamos el vuelo sobre mi hipogrifo y lo
fascinada que estaba al ver lo rápido que podía volar. Se nos hizo
corto el viaje y el hipogrifo se había ganado un buen descanso
aguantando el peso de los dos. Llegamos a la Casa Doe donde Cross nos
recibió con un abrazo y algo para comer, charlamos durante aquel
rato y habría estado encantado de quedarme más tiempo si no
sintiese esa voz más fuerte que otras veces. Mantuve como pude la
compostura, me despedí de Cross e Ireli y antes de marcharme le
regalé a mi hija mi libro de oraciones para que la acompañase a
todos los lugares.
Cuando
volví a la casa me sentía muy solo, demasiado silencio en
comparación a todo este tiempo atrás. Subí al piso de arriba y
abrí mi armario, donde ahí estaba desde que volví a la casa mi
armadura. Pasé un largo rato mirándola mientras no paraba de pensar
en cómo solucionar mi situación, seguía atormentado por aquella
visión, manteniéndome apartado de la orden, ¿Estarán todos
bien? Y lo peor de todo, apartado de Beatrice e Ireli, pero no quería
poner al resto en peligro por mi posible locura.
Tras
varios días recluido en la casa, abrí el baúl que tenía a los
pies de la cama, llevaba mucho tiempo sin abrirse y estaba totalmente
cubierto de polvo, le quité la capa de polvo con la mano y abrí el
baúl, sacando de su interior mi mandoble. Lo giré varias veces
entre mis manos, lo sentía más pesado que nunca, reparando en mi
estado, no era más que un aprendiz cuando estaba en tan bajo estado
de forma y empecé a reírme, ¿Cómo había dejado que acabase en
tal estado?
Con
la armadura puesta y el mandoble agarrado con firmeza pasé casi dos
meses entrenándome en la Abadía de Villanorte, recorriendo sus
pasillos y bibliotecas, hablando con otros paladines sobre esas voces
y de vez en cuando ayudando a entrenar a los aprendices. Según
pasaban los días lo veía todo más claro, por mucho que me acosasen
las voces de ese Dios Oscuro, por mucho que quisiese recordarme el
momento de la visión en el que le vi, podía plantarle cara,
seguramente moriría ante algo de tal calibre pero no evitaría que
protegiese a todos mis seres queridos con mi vida si fuese necesario,
ni evitaría que siguiese con la orden, pero… antes tenía algo de
lo que asegurarme, y para ello debía de viajar al norte, a las
Tierras de la Peste.
Volví
corriendo hasta mi casa, cogí todo lo imprescindible, vestí a mi
caballo con la armadura de batalla y me di cuenta de algo, faltaba mi
libro de oraciones, sacándome una sonrisa al recordar que ahora lo
tenía mi hija y dándome más ánimos para de una vez por todas,
enfrentarme a mis pesadillas.
Escrito por Marther Strang